Hace unas semanas leí en la prensa gallega una entrevista a Rebeca Terrón, creadora de «micromundos». Dice en ella que trata de «encapsular una historia, como un recuerdo en tres dimensiones (…). Se puede decir que hago micromundos con los recuerdos de la gente.»
Algunos de esos micromundos contienen árboles en pequeños espacios verdes. Inevitablemente, esas piezas me han recordado a algunos jardines. Lo han hecho en dos sentidos diferentes: el jardín como espacio para ser vivido, como fuente de recuerdos y, por otro lado, el jardín como recreación de un paisaje soñado.
Existen jardines que te trasladan a otro lugar a través de sus plantas. Cuando éstos se funden con el paisaje que los envuelve, invitan a «viajar» al adentrarte en ellos. Cuando ponen límites, visuales o materiales, llegan a convertirse en auténticos micromundos, como cerrados por una campana de cristal invisible, casi artificiales. Sus propietarios recrean un paisaje imaginado, con sus propias plantas y objetos, su paraíso particular, o el recuerdo de un lugar en el que se han sentido acogidos, «como pez en el agua», como en casa… Esa sensación es uno de los grandes valores, para mí, de un buen jardín.
Y luego están ese otro tipo de jardines muy domésticos, en los que la apariencia en su conjunto es lo de menos. Algunas de sus plantas son el fruto de intercambios con amigos, otras son indispensables en sus recetas de cocina, hay rincones para niños, para leer, para comer… Se trata de jardines muy prácticos, de «diario», en los que se vive cotidianamente, que más que representar un paraíso en términos estéticos lo suponen en cuanto a espacio para vivir y para generar recuerdos.
Por supuesto, ambos modelos no se contradicen y bien pueden ser complementarios. Son, en cualquier caso, recreaciones de nuestros propios micromundos en un espacio concentrado. ¿Y qué es, si no, un jardín? Podemos describirlo como un lugar en donde concentramos una porción de naturaleza que, en mayor o menor medida, modificamos para sentirnos cómodos. Una delimitación del terreno en donde intentar controlar el mundo salvaje para hacerlo, de alguna manera, «nuestro».
Tal vez algún día hable con Rebeca Terrón para que realice en una de sus cápsulas de cristal mi jardín ideal: un claro en medio del bosque, con una pequeña huerta, arbustos y flores silvestres. También habría una acogedora cabaña por cuya esquina trepa un rosal blanco. A un lado, una mesa de madera con viejas sillas de hierro. Pero antes, he de crearlo yo misma y vivirlo, para que así guarde en su interior, además, mil y una historias… para que termine convirtiéndose en un recuerdo.
Imagen portada: «El jardín del Edén», de Brueghel.
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