La imagen del patio ajardinado, en su casa de la calle Daguerre de París, presente en muchas de sus películas, es ya uno más de los inolvidables iconos (como ocurre con sus gatos, las patatas, los espejos, las cámaras cinematográficas, las playas…) que esta cineasta irrepetible perfiló con su particular ternura y delicadeza a lo largo de su extensa filmografía. Y es en ese lugar en donde queremos hoy recordarla, en el día en que nos ha dicho hasta luego la gran Agnès Varda. 

 

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Siendo imposible, sin embargo, resumir en un único fotograma el aura del tipo de cine que realizó, sí queremos, cuando menos, ver reunidos en aquel lugar algunas de las características que la hicieron única. Está la forma en que nos sentimos acogidos en sus películas, en las que ella misma suele recibirnos en persona para describirnos los mil y un recuerdos u ocurrencias que rondaban su cabeza. Lo hacía del mismo modo en que los amantes de la jardinería mostramos nuestro jardín al visitante, relatándole cómo y cuándo cada planta terminó allí. En sus películas, su voz acompañaba a las imágenes y las hacía florecer de un modo magnífico y en ello queremos reconocer también la misma y necesaria costumbre del jardinero que habla a sus plantas.

 

 

 

En una de sus obras que amamos de una manera especial, Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2008), ella misma emprendía un viaje de reencuentro con la memoria visitando la antigua casa de su infancia en Bélgica. Allí quiso pasear una vez más por el mismo jardín en el que disfrutó de las plantas siendo niña.

Sin necesidad alguna de despedirnos de ella (permanece cerca, en sus obras), hoy queremos recordarla así, tan conmovedora, inteligente, intuitiva y creadora como era, jugueteando con sus gatos (y también con Jacques Demy, finalmente) en un florido jardín o patio ajardinado, en la calle Daguerre de París o en cualquier otra parte de la memoria de quienes admiramos profundamente su arte.

 

 

 

 

Imágenes: Les plages d’Agnès.

 

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