Hoy quiero compartir con vosotros un pequeño fragmento de El árbol, un libro escrito por John Fowles en 1979 en el que el autor realiza un precioso ensayo sobre la naturaleza y sirviéndose, para ello, de determinados recuerdos de su infancia:

 

El logro de establecer una relación con la naturaleza es a la vez una ciencia y un arte, más allá del mero conocimiento o de la simple emoción por sí sola. Y ahora intento ir más allá del misticismo oriental, del trascendentalismo, de las «técnicas de meditación» y de todo lo demás, al menos cuando se me presentan bajo la forma que les hemos dado en Occidente, donde hemos convertido estas filosofías en algo apropiado para nosotros, para que podamos utilizarlas de una manera que cada vez me resulta más narcisista. Parece que su fin sea el de hacernos sentir más positivos, más significativos, más dinámicos… Tampoco creo que se pueda llegar a la naturaleza por esa vía, convirtiéndola en una terapia, en una clínica gratuita para los devotos de su propia sensibilidad. La más sutil de nuestras alienaciones, la más difícil de comprender, es precisamente esa necesidad nuestra de sacarle cualquier tipo de provecho, de utilizar lo que nos rodea y obtener algún beneficio personal. Nunca podremos entender por completo la esencia de la naturaleza (ni a nosotros mismos), y nunca la respetaremos, si no somos capaces de diferenciar el concepto de lo salvaje y el concepto de utilidad, por muy inocente e inofensiva que pueda ser esa utilidad. Porque es precisamente la inutilidad de la mayor parte de la naturaleza lo que ha hecho que siempre nos hayamos mostrado hostiles e indiferentes hacia ella.
Hay una especie de frialdad, o diría más bien un silencio, un espacio vacío, en la base de lo que ha de ser nuestra convivencia forzada con las otras especies del planeta. Richard Jefferies acuñó una palabra para definirlo: la ultrahumanidad de todo lo que no es el hombre… Y no se trata de que los otros estén con nosotros o contra nosotros, sinó de que están fuera y más allá de nosotros. Son auténticos extraños. Puede sonar paradójico, pero no dejaremos de estar distanciados de la naturaleza (por nuestros conocimientos, por nuestra codicia, por nuestra vanidad) hasta que le concedamos su instintivo distanciamiento de nosotros.

 

Acompaño este texto con la imagen de El Coliseo de Roma (1780-1790), un óleo sobre lienzo de Robert Hubert que se encuentra en el Museo del Prado. Creo que esta obra, en cierta medida, habla muy bien de la autoridad de la naturaleza sobre cualquier civilización. Lecciones como las de Fowles o Hubert, a través de los siglos, deberían ayudarnos  a reflexionar sobre cuál es el camino más adecuado a seguir en encrucijadas como la que vivimos actualmente. Nuestra es la elección del modo en que decidamos retomar nuestro vínculo con el planeta.

Podéis encontrar el libro de Fowles en la Editorial Impedimenta, en una edición del 2015 traducida del inglés por Pilar Adón.

 

Feliz Día Mundial del Medio Ambiente.

 

#Porlanaturaleza

 

 

 

 

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