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Sería razonable que el paso de la especie humana por nuestro planeta se hallase, a la postre, enmarcada por dos jardines, el jardín del Edén y el del Apocalipsis. La presencia humana revelaría así aquello que, tercamente, parecemos empeñados en demostrar: tendemos a la destrucción del paraíso que se nos concede. El jardín del paraíso volverá a florecer una vez que el planeta se libre de la especie humana.

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En The Walking Dead (serie inspirada, como todo el mundo sabe, en una novela gráfica homónima de Robert Kirkman) esta idea, además de resultar fundamental, aflora en extremos que podrían parecer opuestos. Por un lado, aparece en ese discurso (consubstancial al propio género de la “ficción apocalíptica”) que describe cómo, al final de los días del hombre y de la mujer en la Tierra, la naturaleza vuelve entonces a imponerse y a recuperar espacio, arrinconando así a los posibles restos de lo humano que, de un modo u otro (ahí está el nudo de este tipo de relatos) habrían escapado al final de los días. Aquí, la idea de jardín sigue siendo todavía propiedad de lo humano. Comunidades de supervivientes, como ésta que Rick lidera, crean jardines y huertos cuando consiguen aislarse de la amenaza exterior (en la prisión, en Alexandría, en el Reino de Ezekiel, en Hilltop…). Esos jardines y esos huertos pretenden (de)mostrar la belleza de la racionalidad humana frente al horror que amenaza desde fuera. El argumento habla, sin lugar a dudas, de la reedificación de la cultura frente a la vorágine depredadora de lo “natural”. Esto lo ilustra también el hecho de que los supervivientes, cuando consiguen -aunque sólo sea momentáneamente- alcanzar lugares en los que es posible perder el tiempo o dedicar tiempo a una contemplación no ligada a descubrir al depredador (ya sea éste un “walker” u otro ser humano que juega a competir por la supervivencia) retoma su deseo de domesticar, acogiéndolo en su “hogar”, lo natural. Lo intenta una y otra vez tanto por los frutos alimenticios que la jardinería le proporciona, como por el puro placer de hacer suya la belleza salvaje de la naturaleza.

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En el otro extremo, como decimos, está el jardín silvestre en que se ha convertido el mundo. Un jardín en el que ahora reina la naturaleza y por donde deambulan, sin amenazarla como en vida, los muertos vivientes. Ese es el escenario principal de la serie. Y no lo es únicamente por cuestiones presupuestarias, por las facilidades escenográficas u organizativas que estos espacios proporcionan a los productores del proyecto, sino que la naturaleza es el horizonte necesario al que mira un relato de este tipo. Por qué, si no, ese jardín natural es el mismo punto en el que convergen continuamente los vivos y los muertos. Las ciudades son una amenaza para los vivos porque su funcionalidad quedó truncada y se han convertido en una pura trampa. Todos huyen al campo, al jardín del Apocalipsis que se está gestando, que está a punto de cuajar por completo. Es ahí en donde parecen encontrar paz unos y otros.  El muerto-andante avanzando hacia una putrefacción que lo devuelva de una vez a la tierra sobre la que se arrastra. EL vivo, pese a que en principio, en esa naturaleza, habrá de resultarle más difícil reconocer al zombi, sólo parece poder obtener ahí una última esperanza de vida. El jardín es el centro, aunque en este caso ocupe el extremo de la deriva humana en el planeta.

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