Muchos de quienes amamos los jardines ( y la jardinería) somos también apasionados del caminar. Uno de los atractivos mayores de la naturaleza es el privilegio de pasear a través de ella, como si existieran motivos en su conjunto que se evidencian especialmente a nuestro paso y no si permanecemos estáticos frente a ellos. Quizás se trate apenas de un ritmo que, en cuanto tal, exige un movimiento para que la conjugación funcione, se escuche; una particular armonía que se deriva del modo en que se suceden las especies, las flores, su aroma, los insectos, el propio sendero… durante un sencillo paseo por el jardín o por un bosque. En esto también influye el tipo de observación que el caminar (precisamente) pone «en marcha»: las meditaciones se suspenden de un modo muy placentero en la propia fluidez del pasear, todo resuena así de un modo distinto.

Pero no soy yo la más indicada para describirlo, habiendo grandes escritores como el propio Robert Walser (uno de nuestros autores favoritos) a los que recurrir para encontrar las palabras adecuadas:

«El suelo del bosque y el del camino eran como una alfombra, y en el interior del bosque reinaba el silencio como en una alma humana feliz, como en el interior de un templo, como un palacio y en castillos de cuento, hechizados y soñados, como en el castillo de la bella durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años. Me adentré más en él, y quizá me adorné demasiado si digo que me sentía como un príncipe de dorados cabellos con el cuerpo recubierto de guerrera armadura. Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque! De vez en cuando, algún débil ruido del exterior penetraba en la amable soledad y la atractiva oscuridad, por ejemplo un golpe, un silbido o un rumor cuyo lejano eco aumentaba aún más la falta de rumores reinante, que yo respiraba a placer y cuyo efecto bebía y sorbía en toda regla. Aquí y allá, en medio de toda esa quietud y toda esa calma, un pájaro dejaba oír su alegre voz desde su atractivo y sagrado escondite. Yo me detenía y escuchaba, y de repente se apoderó de mí un inefable sentimiento del mundo y una sensación de gratitud, unida a él, que brotaba del alma con violencia. Los abetos se alzaban rectos como columnas, y nada se movía lo más mínimo en el amplio y delicado bosque, por el que toda clase de inaudibles voces parecían cruzar y resonar. Los sonidos del mundo primitivo llegaron, no sé de donde, hasta mi oído. «Oh, con gusto, si ha de ser, quiero acabar y morir. Un recuerdo me hará feliz aún en la tumba, y una gratitud me animará en la Muerte; una acción de gracias por los goces, por la alegría, por el éxtasis; una acción de gracias por la vida y una alegría por la alegría».

 

 

Nadie mejor que Walser, en esta cita que cuenta con la traducción de Carlos Fortea (tomada de una edición de El paseo de Siruela de 2006), para expresar el placer de caminar por la naturaleza, ya sea en un jardín o en un bosque como el que describe este inmenso escritor suizo. ¿Os habéis parado a pensar, en alguna ocasión, en que es posible «leer» un jardín a partir de su sonido, de su música? La idea nos la brinda esta cita. Pero ¿cómo suenan los jardines y bosques gallegos? La pregunta no es caprichosa, nuestro himno «Queixumes dos pinos», compuesto por Pascual Veiga y cuya letra pertenece otro gran escritor, Eduardo Pondal, habla sobre ello y no por casualidad:

«Que din as altas copas
de escuro arume arpado
co seu ben compasado
monótono fungar?…»

Prestemos oído a la literatura y al arte al hablar de jardines y de naturaleza. Esta es una de las mejores herramientas para aprender a escucharla.

 

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